Trumpismo: la economía de la vigilancia al servicio de la desinformación
El éxito del trumpismo político difícilmente puede entenderse sin atender a lo que ha sido una de sus señas de identidad más características, a saber, un estilo de comunicación política que ha sabido entender y explotar con éxito la configuración actual del espacio público digital. No me estoy refiriendo, al menos no exclusivamente, al más que comentado fenómeno de las fake news, sino a la peculiar confluencia de fenómenos sociotécnicos que ha permitido movilizar los afectos y la propaganda política a una escala nunca antes ensayada.
El escándalo de Cambridge Analytica no sólo puso en cuestión las políticas de Facebook relativas a la custodia y cesión de los datos que almacena sobre sus usuarios a terceras empresas, además expuso ante la opinión pública global las principales técnicas de manipulación política que fueron ensayadas durante la campaña presidencial de Donald Trump en 2016. Gracias a las posibilidades que ofrecía, y en gran parte sigue ofreciendo, esta red social en materia de publicidad digital, el equipo de campaña pudo diseñar mensajes políticos diferenciados según las características de los votantes a los que se dirigía. De este modo, en vez de lanzar el mismo mensaje a un público muy amplio, como es habitual en los medios de comunicación de masas, segmentaron su público objetivo en función de los miedos que podían explotar para movilizar el voto a su favor y, gracias a la capacidad de analizar en tiempo real el resultado de estas campañas de microtargeting, pudieron afinar la efectividad de los miedos explotados sin necesidad de recurrir a las costosas técnicas de la demoscopia clásica.
Saber qué mensaje es el adecuado para movilizar los afectos y miedos de cada uno de los diversos tipos de votantes requiere disponer de una información muy detallada sobre estos. En particular, es necesario conocer los gustos y preferencias de los votantes con la suficiente precisión como para deducir qué pasiones políticas serán efectivas. Un objetivo que sólo es posible alcanzar a través de plataformas como Facebook, ya que su modelo de negocio se basa, precisamente, en la venta de publicidad personalizada. Esta red social, al igual que otras plataformas como Google, Amazon o Twitter, han desarrollado una economía de la vigilancia cuya razón de ser es la recolección de información sobre el comportamiento de los usuarios dentro y fuera de Internet, con el objetivo de explotar económicamente su capacidad de vigilancia y análisis del comportamiento humano.
Esta economía de la vigilancia comenzó a desarrollarse a partir del estallido de la burbuja de las puntocoms, momento en el que el anterior modelo de explotación comercial de Internet se agotó y la preponderancia de los portales que funcionaban como hubs de la web dio pasó al modelo Google de personalización de contenidos: cuanto mayor sea el conocimiento sobre las preferencias e intereses de los usuarios, mejores recomendaciones se le podrán suministrar, de modo que la abundancia informativa deje de ser un problema gracias a la intermediación que adapta los contenidos disponibles a las preferencias y gustos del usuario. De este modo, Internet dejó de ser una experiencia común y compartida, una experiencia digital basada en que la web era la misma para todos y, por tanto, la información se encontraba a disposición del público en igualdad de condiciones.
La principal consecuencia política de esta personalización de la web es que la esfera pública digital deja de ser un espacio social compartido. Los contenidos que circulan a través de las plataformas digitales no están disponibles en igualdad de condiciones: en función del comportamiento de los usuarios, los algoritmos que rigen la visibilidad de la información priman unos contenidos sobre otros, haciendo que la información circulante esté sesgada en favor de aquellos contenidos y fuentes que, a priori, puedan satisfacer los principios ideológicos del usuario. Se generan, así, burbujas informativas en las que los usuarios encuentran y comparten contenidos que refuerzan sus posicionamientos políticos, reduciéndose la pluralidad de las voces disponibles al público.
Esta situación favorece que informaciones parcial o totalmente falsas circulen y se propaguen con rapidez, ya que lo importante en estas burbujas informativas no es que la información sea veraz, sino que entronque con las preferencias ideológicas de los usuarios o, por lo contrario, facilite la polémica a través de contenidos que siembren la indignación. El exconsejero presidencial para asuntos estratégicos de la administración Trump, Steve Bannon, ha sabido explotar a través de la web que dirigió entre 2012 y 2018, Breitbart News, el potencial político de las burbujas informativas como herramientas para debilitar la imagen del adversario político y difundir marcos alternativos a los predominantes en los medios de comunicación de masas.
Aunque la propaganda política siempre ha tratado de enmarcar los hechos en un relato político a través de la mentira y las medias verdades, este nuevo estilo de comunicación política se mueve en los arcanos dominios de las pantallas y se sirve de la crisis de confianza que atraviesan los medios de comunicación de masas para, a través de la duda razonable, sembrar en el imaginario colectivo la sospecha de que esas informaciones falsas puedan portar algo de verdad. Como respuesta a este fenómeno han proliferado los medios especializados en comprobar si ciertos mensajes son o no ciertos, lo cual antes que ser una solución muestra la debilidad de los medios tradicionales para llevar a cabo con éxito su labor informativa, y aunque estas iniciativas puedan ser muy loables, mientras no se aborden las raíces económicas del problema, esto es, que plataformas como Facebook, Twitter o WhatsApp fomentan y se lucran de que la información sea viral antes que veraz, difícilmente se podrá poner coto al fenómeno de la desinformación.
Publicado originalmente en: Espacio Público.