La necesaria muerte de la privacidad
El 28 de enero de 1981 el Ejército Rojo cumplía 63 años, el Tercio de Extranjeros –más tarde conocida como La Legión– celebraba sus 61 primaveras y el Consejo de Europa, organización para promover los derechos humanos en la región y que conviene no confundir con el Consejo Europeo, 32 abriles. Ese miércoles los 47 países integrantes del Consejo no sólo tenían que celebrar su cumpleaños, además les tocaba firmar el Convenio 108 para La Protección de las Personas con respecto al Tratamiento Automatizado de Datos de Carácter Personal: el primer tratado internacional vinculante sobre… bueno, aquí empiezan los problemas, ¿qué se supone que protege exactamente el Convenio?
Si nos fijamos en el título podría parecernos que está escrito en jerga técnica, pero lo cierto es que el nombre escogido fue bastante claro, o al menos lo era en su momento. Si hoy estas palabras nos suenan un poco raras o, en el mejor de los casos, arcaicas, es porque hemos dejado de utilizarlas para referirnos a aquello que trataba de regular el Convenio 108, algo que no se refiere exactamente a la intimidad, aunque que tiene mucho que ver con ella, y que por aquél entonces aún no tenía un nombre claro: la privacidad.
Cuando se firma este Convenio, Europa ya tenía una larga tradición en la defensa de la intimidad de las personas, especialmente de aquellas que pudieran sentirse ofendidas por lo que un medio de comunicación pudiera publicar sobre su vida privada. El derecho al honor nació precisamente para proteger la intimidad de las personas y garantizar así que el buen nombre de un ciudadano no se viese manchado por las calumnias que alguien pudiese difundir en la prensa. Más tarde, cuando la prensa comenzó a publicar también imágenes y la cámara fotográfica se popularizó, la protección de la intimidad se expandió para incluir el derecho a la propia imagen, el cual no es más que la adaptación de esta protección al nuevo contexto surgido con la invención de la fotografía. Ya no eran sólo las calumnias, también las imágenes podían afectar al honor de las personas y, en consecuencia, había que adaptar la protección de la vida privada al nuevo mundo de la imagen.
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Febrero de 1944, comienza a funcionar en Reino Unido el primer ordenador digital de la historia: Colossus. Aunque anteriormente ya se habían fabricado máquinas que seguían las ideas de Alan Turing, Colossus fue la primera máquina digital con capacidad de ser reprogramada. Si hubiera que poner fecha al nacimiento de la informática moderna, el nacimiento de Colossus sería una gran candidata. Aunque su fabricación tenía objetivos militares –descifrar las comunicaciones alemanas–, la utilidad de este tipo de máquinas pronto acabaría traspasando las fronteras del ámbito militar
Al igual que ocurrió antes con la prensa o la cámara de fotos, los nuevos autómatas de los datos abrieron una nueva preocupación: ¿podía este almacenamiento y tratamiento de datos suponer una injerencia en la vida privada de las personas? Pronto comenzó a pensarse que el honor no sólo podía verse afectado por la divulgación de imágenes o informaciones falsas, sino también por el incipiente mundo de los datos que los ordenadores inauguraron. La novedad consistía en que, gracias a estos autómatas, ahora era posible acceder de manera instantánea a un volumen de información hasta entonces inimaginable. La parte negativa de este gran hito consistía en que cualquiera con acceso al autómata podría saber demasiado acerca de la vida privada de los ahí procesados; y eso que aún no se había popularizado Internet.
2016. Ahora llevamos en nuestros bolsillos miniordenadores, a los que nos gusta llamar smartphones, que superan la potencia de aquellos con los que la humanidad llegó a la Luna. Sin la imparable miniaturización de los componentes informáticos esto no habría sido posible, claro está, pero si no hubiera habido un incentivo económico tampoco; y es ahí donde entran los (ahora sí) muy preciados datos.
Cuando Internet comenzaba a popularizarse aún no se sabía muy bien cuál iba a ser el modelo de negocio que sustentaría este gran crecimiento. Los pioneros de la red de redes soñaban con una herramienta universal, de acceso libre y gratuito, que permitiese conectar a las personas allende los mares y establecer así una comunidad global basada en el desinteresado compartir del conocimiento. Aunque algo de esto aún queda en Internet, la realidad del ciberespacio es ya muy distinta de aquella visión romántica de finales de 1980 y principios de 1990.
¿Qué ha pasado en Internet para que hayamos dejado de usar seudónimos? Los veteranos recordarán que cuando llegó esta tecnología aún no sabíamos muy bien cómo emplearla, así que empezamos a reproducir las prácticas sociales asociadas a la tecnología más parecida que teníamos al alcance: la radio. En estos primeros tiempos el uso de Internet estaba dominado por el patrón radiofónico, así que, al igual que los radioaficionados, ninguno dábamos nuestro nombre real, sino que empleábamos seudónimos –o nicks– y tomábamos muchas precauciones para no revelar demasiado sobre nosotros mismos. Al fin y al cabo cualquiera podría estar al otro lado de la pantalla, quién sabe si con buenas o malas intenciones.
Hoy esto ha cambiado drásticamente. Una de las primeras cosas que hace un internauta novel es suministrar, con total naturalidad, su nombre completo y fotografía en cualquier red social, igual que si fuese a matricularse en algún curso de su ayuntamiento. Esta radical transformación no puede entenderse sin el desarrollo de una estructura económica digital basada en la recolección y procesamiento de información. El negocio se basa en recopilar los suficientes datos sobre una persona como para saber sus gustos y hábitos. Una vez conocida esta información resulta muy sencillo elaborar su perfil como potencial consumidor y, así, ofrecerle la publicidad más adecuada, es decir, aquella que con mayor probabilidad le presente productos y servicios en los que ya estaba interesado.
La publicidad digital personalizada es el actual motor económico de Internet. Su combustible son los datos que nosotros mismos generamos a cambio de servicios gratuitos y que son recopilados, con nuestro explícito consentimiento, para conocer al detalle lo que hacemos en el mundo online. Un lucrativo negocio que fue resumido así por un ingeniero de Silicon Valley: «The best minds of my generation are thinking about how to make people click ads».
Si la incipiente automatización del procesamiento de datos ya generó una importante angustia sobre la invasión en la intimidad de las personas que podría traer, el panorama abierto por la economía digital de Internet supone un gran salto cualitativo en estas preocupaciones. En consecuencia, la discusión en Europa cambió de tercio, el problema ya no sólo se refería a una cuestión de dignidad y honorabilidad, como habían sido hasta ahora los casos que llevaron a desarrollar protecciones de la intimidad. No, ahora el problema ha cambiado de escala y de naturaleza: lo que está en juego es la propia libertad de las personas.
El control del comportamiento de los individuos, aunque sea con el fin de vender publicidad, supone un gran riesgo para nuestra autonomía personal. Toda la tradición del liberalismo político se basa, justamente, en garantizar que las personas no sean objeto de persecución o injerencias en su voluntad, especialmente si esta proviene del poder político. Si existe una tradición política que ha desarrollado una fuerte cultura en torno a esta problemática, esta no es la europea, sino la anglosajona. De ahí que las tecnologías de Internet, al llegar a Europa desde Estados Unidos, trajesen consigo también los debates en torno a la amenaza que para la libertad podían suponer.
Y así fue como se inició una de las transformaciones conceptuales más apasionantes del siglo XXI –y muy finales del XX–: la palabra con la que tradicionalmente, en el ámbito anglosajón, se había discutido el problema de la libertad frente al poder político –privacy– llegó a Europa cargada de significados, aunque apuntando a una cuestión distinta y a la vez similar, nueva aunque clásica. Mientras que se producía este viaje, al otro lado del Atlántico comenzaron a darse cuenta de que esta palabra ya no les bastaba para referirse al nuevo problema –relativo a la libertad y el control– que la tecnología había abierto. Así que empezaron a ponerle adjetivos: informational privacy, data privacy, etc. A la vez que ocurría esto, en Europa no tuvimos la necesidad de ponerle apellidos a ninguna palabra para referirnos a estos problemas, ya que para eso introdujimos la palabra “privacidad” en nuestro vocabulario. Una palabra que, por cierto, hemos acogido en castellano con particular naturalidad, y que no ha venido para sustituir a la palabra intimidad, que sigue refiriéndose a los problemas sobre la dignidad de las personas y la protección de su vida privada, sino que está aquí para complementarla. Al menos por ahora.
Con esta transformación conceptual aflora lo que llamo «la paradoja de la privacidad», a saber: que nuestro concepto de privacidad sólo puede existir gracias a que ésta ya nació muerta. Sólo cuando aparece una tecnología que entendemos ha socavado nuestro ámbito de intimidad, podemos entonces entender que debe existir la privacidad. Antes de que se produzca esto carece completamente de sentido hablar de privacidad, es más, nadie podría entender su actual significado si no fuese porque ahora está amenazada. A pesar de que sólo desde que existe el problema se puede pensar un tiempo anterior en el que este no existía y, por tanto, creer en un pasado mítico durante el que la privacidad estaba garantizada, lo cierto es que este nunca existió. La privacidad siempre es reactiva y al igual que su antecesora intimidad, sólo tiene sentido ante nosotros cuando el ámbito al que se refiere ya está amenazado o, incluso, ha dejado de existir. La privacidad se vuelve entonces en ese bien preciado que antaño existía y que ahora, por el efecto de la tecnología, se ha perdido. Se le dota así de un carácter mítico, utópico, cargado de expectativas que es empleado en la lucha política.
Sólo porque la privacidad ha desaparecido podemos luchar para defenderla. La privacidad ha muerto, larga vida a la privacidad.
Texto publicado originalmente en ctxt