Por qué la inteligencia rusa compra publicidad en Facebook (y por qué deberíamos preocuparnos)

Por qué la inteligencia rusa compra publicidad en Facebook (y por qué deberíamos preocuparnos)

Según informó ayer (6 de septiembre) el Whashington Post, Facebook vendió durante la última campaña electoral estadounidense anuncios por valor de 100,000$ a Internet Research Agency, una empresa afincada en San Petersburgo y ligada a la inteligencia rusa.

Esta información proviene de una investigación que Facebook ha presentado a la comisión del Congreso estadounidense encargada de estudiar la injerencia rusa en sus últimas elecciones. Facebook ha emitido un escueto comunicado en el que confirma que la publicidad vendida versaba sobre los temas más controvertidos que Trump explotó durante la campaña electoral: la inmigración, las cuestiones raciales, los derechos de la comunidad LGTB y el siempre polémico derecho a poseer armas.

Todas las democracias representativas tienen instrumentos para prohibir la injerencia externa en los procesos electorales. Se trata de algo lógico pues está en juego la soberanía nacional: si una potencia externa es capaz de influir en la decisión del detentor de la soberanía, lograría así ejercer una nueva forma de poder imperial en el que la violencia de antaño se sustituye por formas más sutiles de ejercer el control. Las elecciones siempre han sido el punto más débil de estos sistemas representativos y existe una larga historia negra de acciones encaminadas a influirlas, desde financiar opacamente determinadas formaciones políticas hasta amenazar veladamente a la opinión pública con las consecuencias que la victoria de un partido podría conllevarles.

Sin embargo, ahora con la irrupción de Internet y un mayor consumo de información a través de las redes sociales, se hace muy difícil controlar estas nuevas actuaciones. Basta una pequeña cantidad de dinero para desarrollar campañas publicitarias dirigidas a influir en la orientación del voto. Una característica fundamental del espacio público digital hace que estas nuevas formas de injerencia sean especialmente peligrosas: la hiperfragmentación del espacio público.

Facebook, Twitter y Google son plataformas digitales que están sustituyendo a los medios de comunicación de masas dentro del nuevo espacio público digital. Si antes la información nos llegaba a través, únicamente, de medios de masas como periódicos, radios o televisiones, ahora son estas plataformas las que distribuyen y jerarquizan la información que recibimos. Esta concentración genera un efecto paradójico. Durante mucho tiempo se pensó que Internet permitiría eliminar los intermediarios ideológicos de la información y esto lograría que los ciudadanos estuviesen mejor informados ya que podrían acceder en igualdad de condiciones a toda la información disponible. Sin embargo, este auge de voces en Internet fomentó justo lo contrario: ante tanto ruido la ciudadanía demandó mecanismos para filtrar y elegir información, asunto del que se han ocupado estas plataformas digitales generando la hiperfragmentación del espacio público digital.

El peligro radica en cómo se realiza esta selección. Si antes sabíamos que una cabecera determinada, como un periódico o una radio, era proclive a presentar un marco ideológico; ahora las plataformas digitales se presentan como neutrales ante la edición ideológica de la información. De facto, la información se jerarquiza de acuerdo a nuestras preferencias e intereses, de acuerdo al perfil ideológico y que como consumidor estas plataformas han elaborado de nosotros. Toda nuestra actividad en la red es monitorizada y vigilada para construir estos perfiles y así lograr presentarnos aquellos mensajes (publicitarios o informativos, eso da igual) con los que a priori vamos a estar más de acuerdo. La idea es simple: dar al internauta lo que quiere para que no se vaya a otro lado. Y así nuestra pequeña burbuja digital de aspecto neutral se convierte en nuestra única realidad, haciéndonos creer que todo el mundo piensa como nosotros y que las diferencias ideológicas no existen.

Aprovechando esta situación, las campañas electorales pueden personalizarse de acuerdo a los distintos perfiles ideológicos de los votantes. Resulta posible –y muy sencillo– trasladar distintos mensajes políticos a diferentes audiencias, explotando así los temas con los que más simpatiza un perfil de votante. Un equipo de comunicación, por ejemplo, puede enviar un mensaje tranquilizador y con sentido de estado a los perfiles más conservadores y, a la vez, trasladar un férreo compromiso humanitario con los exiliados a los perfiles más progresistas. Todos contentos.

Esto es lo que parece haber explotado la empresa vinculada a la inteligencia rusa –Internet Research Agency– durante la última campaña electoral estadounidense. Al seleccionar una audiencia muy específica, la probabilidad de éxito de la propaganda política aumenta, ya que es posible estudiar la reacción del público al mensaje e irlo adaptando hasta lograr el efecto deseado. Además, al no ser campañas masivas sino hiperselectivas, resulta mucho más difícil detectar este tipo de actuaciones, ya que la burbuja digital fragmenta el espacio público y convierte la experiencia individual en estas plataformas en mundos estancos y con una permeabilidad a la discrepancia muy baja.

Las consecuencias de esto aún están por llegar pero me aventuro a especular con un escenario que creo posible y cercano. Toda unidad política nacional no es más que una comunidad imaginada sustentada por un discurso político y reafirmada en lo cotidiano por dos elementos claves: un nacionalismo banal y unas experiencias compartidas. Sin estos dos elementos es imposible que dos personas que viven a kilómetros de distancia, y que jamás se conocerán, se sientan parte de un algo superior y que les es común. Los medios de comunicación de masas cumplen aquí un papel vertebrador clave, ya que si no existe una opinión pública común resulta imposible reproducir estos elementos. ¿Qué pasaría si por la hiperfragmentación del espacio público digital, mis experiencias compartidas –vía plataformas digitales– tienen cada vez menos que ver con mi vecino de comunidad imaginada? ¿Es posible sostener a largo plazo una comunidad nacional en la que sus nacionales no se reúnen en la misma opinión pública? Y aunque esto no supusiera una amenaza al marco nacional de los estados, ¿cómo afectaría a un sistema político basado en el respeto a la diferencia ideológica –las democracias representativas– una fragmentación basada en burbujas digitales en las que las diferencias, poco a poco, dejan de existir?

Texto publicado originalmente en Medium