Por qué la privacidad será un bien de lujo
Jeremy Bentham ideó la figura del panóptico como la tecnología definitiva para ejercer el control: un centro que amenaza constantemente con observarte para que así, temeroso de no saber si estás en ese momento siendo observado, interiorices la vigilancia y seas tú mismo quien te disciplines. Quizá porque era una idea tan perfectamente horrorosa como para existir, lo usábamos como metáfora para entender qué estaba pasando con la privacidad. Sin embargo, las tecnologías de la vigilancia que más se han extendido no están tan concentradas como imaginábamos, ni están diseñadas para disciplinarnos; al contrario, quieren que expongamos nuestra autenticidad al extremo y que nos mostremos a ellas, y al resto del mundo, tal como somos. Nos quieren a nosotros, con nuestras virtudes y defectos, quieren conocer de qué nos sentimos orgullosos y cuáles son nuestros más oscuros secretos, porque esa información, y no nuestro mejor yo público, es lo que les resulta valioso. ¿Por qué?
Suele decirse, para explicar cómo funciona la “economía de la vigilancia”, que si no pagas por algo, tú eres el producto. Aunque sería mucho más exacto verlo al revés: somos nosotros los que estamos trabajando para estas empresas, ya que sin nuestra actividad en Internet no tendrían la materia prima con la que elaborar sus productos. Sin embargo, lo que recibimos no es exactamente un salario, sino algo más elaborado, un producto que es la suma del esfuerzo de miles de ‘trabajadores’ alrededor del mundo. Algo así como una cooperativa autoritaria en la que trabajamos gratis para, a cambio, recibir un producto que es fruto del trabajo de todos. Y la condición para que ese producto sea útil es que la materia prima –la información sobre quiénes somos y qué hacemos– sea de calidad, esto es: lo más fidedigna posible. Nadie utilizaría Google Maps si la información representada no fuera tan exacta.
La mala noticia es que hemos creado un espejo tan perfecto de lo que somos que no nos gusta el reflejo que vemos. Somos racistas y machistas, nuestra sociedad lo es y los servicios que construimos basados en estos datos también lo son. Basta con hacer una sencilla prueba para comprobarlo: al buscar “persona éxito”, Google nos devuelve imágenes de hombres blancos, guapos y trajeados; mientras que al buscar “delincuentes” nos encontramos con personas negras o latinas, alejadas de los cánones de belleza hegemónicos y en entornos empobrecidos. ¿Google debería tomar medidas para evitar la reproducción de estos prejuicios o limitarse a reflejar lo que encuentra?
Creíamos que las máquinas serían mejores que nosotros, pero están resultando ser una versión más peligrosa de nosotros mismos: sabemos que las personas se equivocan y pueden estar llenas de prejuicios, pero a las máquinas les damos una presunción mágica de veracidad. Esto comienza a ser un problema porque cada vez más instituciones como juzgados, bancos o cuerpos policiales emplean sistemas basados en la acumulación de datos a gran escala –el llamado Big Data– para tomar decisiones críticas. ProPublica analizó el sistema que utilizan en varios juzgados de Florida para asignar el riesgo de reincidencia de los detenidos. Los datos son escalofriantes: las personas negras tenían un 77% más de probabilidades de ser clasificadas como de alto riesgo en la reincidencia de crímenes violentos.
“Los datos son el nuevo petróleo”, recogió en 2017 The Economist (aunque la expresión llevaba usándose más tiempo). Internet ha demostrado que el mercado de los datos puede llegar a ser muy lucrativo y la industria que se ha organizado a su alrededor, muy creativa y eficiente: dos factores que explican la multiplicación de dispositivos diseñados para recopilar información sobre quiénes somos y qué hacemos, haciéndolos prácticamente ubicuos. Muchos de ellos no son más que cosas que ya existían a las que se les han añadido capacidades de seguimiento; otros han encontrado demandas emergentes a las que acoplarse y algunos han desarrollado su propio contexto de escasez. El contador de la luz, las cámaras de tráfico, los sensores de movimiento de las puertas, las torres de repetición de telefonía, los puntos WiFi gratuitos, los sistemas de alarma, los coches con llamada automática de emergencia y los aparatos que, de repente, son “inteligentes”: cafeteras, lavadoras, frigoríficos, televisores, bombillas, cerraduras de puertas, robots de cocina, etc. Pero el dispositivo inteligente que mejor ha servido a esta economía de la vigilancia es el teléfono: nos acompaña todo el día, lo hemos introducido en todas nuestras actividades cotidianas y contiene los mejores avances tecnológicos orientados a registrar lo que ocurre, ya sea en su interior (que es virtualmente todo) o en su exterior (luminosidad, posición, altura, velocidad, movimientos, etc).
Somos, por defecto, totalmente transparentes. Si no fuese así, la rueda de la maquinaria de la vigilancia se pararía, ya que no tendría de dónde sacar su materia prima: nuestros datos. Telefónica, gracias a su posición dominante en el sector de las comunicaciones, es capaz de conocer cuántos turistas llegan a una ciudad, cómo se mueven por ella, cuánto tiempo pasan en los lugares que visitan y en qué momentos se producen las peores aglomeraciones. Y tienen compradores para esta información: a través de su unidad de datos, LUCA, ponen a disposición de los gobiernos locales y de las empresas que contratan sus servicios los perfiles de estos turistas y cuáles son sus patrones de comportamiento. Todo gracias al rastro que van dejando con sus teléfonos móviles.
Las compañías de seguros que operan en España también comienzan a explotar esta capacidad de vigilancia. El Corte Inglés acaba de lanzar vidaMovida, “el primer seguro de vida que te paga por andar”. Lo argumentan en términos de mérito: tu esfuerzo por cuidarte debe tener una recompensa, no es justo que pagues lo mismo que alguien que no se mueve del sofá. Aviva ofrece información “gratuita” y en tiempo real sobre tu estado de salud, haciéndote recomendaciones basadas en opiniones expertas sobre cómo mejorar tu estado físico. DKV, gracias a su app Quiero cuidarme, nos dice cuál es nuestro “Índice de Vida Saludable”; que no es más que un ensayo sobre cómo clasificar a la gente en función de sus hábitos de vida. Y hay muchos más ejemplos fuera de nuestras fronteras. Todos tienen en común que nos prometen algún tipo de recompensa a cambio de permitirles una completa monitorización de qué hacemos en nuestro día a día y cómo nos cuidamos. Siempre bajo la óptica de la individualización de la responsabilidad: si no te cuidas lo suficiente es porque no quieres, porque no te esfuerzas lo suficiente, da igual que tengas a tu cargo personas dependientes o un trabajo precario que te impide el ocio, por ejemplo.
Esto inaugura una dinámica peligrosa: comienza con pequeñas recompensas (si nos dejas espiarte te damos informes gratis), luego empiezan a ofrecer descuentos más jugosos (¡corre más de 5 kilómetros a la semana y llévate un 20% de descuento en nuestros seguros!) y acaba en lo peor: si no nos permites la monitorización total de tus hábitos de vida (cosa a la que seguiremos teniendo derecho), el precio del seguro será prohibitivo (porque a saber qué haces con tu vida).
Negarte a la transparencia tendrá un precio, como ya está ocurriendo en otros sectores. La estadounidense AT&T ofrece en algunas localidades sus servicios de fibra óptica a un precio menor que en el resto del país, la razón es que en esas zonas analiza el tráfico web de sus clientes para ofrecerles publicidad personalizada basada en sus hábitos de navegación. Si el cliente no quiere ser espiado debe pagar una tasa adicional que incrementa en un 30% el precio de la factura final. Incluso en pleno auge del escándalo de Cambridge Analytica, se llegó a especular con la idea de que Facebook ofreciese una versión de pago para aquellos más preocupados por su privacidad.
No es descabellado aventurar que esta dinámica seguirá expandiéndose y que veremos cómo la economía de la vigilancia penetra cada vez en más ámbitos, incluso en aquellos en los que jamás nos imaginaríamos ser observados. Poco a poco, si no lo frenamos, nos habituaremos a pagar una tasa por evitar la vigilancia, e incluso lo veremos hasta lógico. De este modo, habremos convertido la privacidad en un bien de lujo, ya que sólo los ciudadanos que puedan permitírselo tendrán la capacidad de ejercer este derecho fundamental.
Publicado originalmente en La Circular