Trump: la victoria de la moral privada
El escritor estadounidense Philip Roth escribió, en La mancha humana, la historia de un profesor universitario –llamado Coleman– que cayó en desgracia tras preguntar, ante la ausencia continuada de dos alumnos, si estos “tenían existencia sólida o se habían convertido en negro humo”. La fortuna quiso que los estudiantes a los que se refería fuesen de color, negros, lo cual causó un gran revuelo en el campus que acabó con la expulsión del profesor de la universidad y el escarnio público de su nombre. Coleman jamás sería recordado por su trabajo sino por aquél escándalo. Tan sólo en el día de su funeral un amigo y excompañero de trabajo se atrevería a reconocer que todo aquello fue una injusticia que no merecía.
Quizá estos hechos de ficción se entiendan mejor desde nuestras coordenadas a través del asunto Zapata. El retuit de un chiste sobre Irene Villa le costó acabar en la picota mediática, el cuestionamiento público de su moral y hasta sentarse en el banquillo de los acusados. Poco importaba que la propia Villa reconociese que aquél chiste le daba igual, menos aún que comentarios como el que hizo públicamente Zapata fuesen habituales y reídos por los ciudadanos privados en sus conversaciones cotidianas. ETA y la protección de sus víctimas fueron, y siguen siendo, asuntos políticos fundamentales en este país –al igual que el racismo en Estados Unidos–, por lo que su tratamiento público no está sujeto a las mismas lógicas y normas morales que cualquier otro asunto. Son, además, temas centrales de la arena política que juegan un rol clave en la ordenación del campo político: basta para entender esto observar los intentos por colocar en tertulias y portadas las palabras ETA y Podemos juntas.
La discriminación racial o por género son problemas que han logrado ser politizados gracias a la intervención en la esfera pública de distintos colectivos que los visibilizan y atacan. Este es el prerrequisito para que cualquier asunto acabe siendo materia de discusión y acción política, pero su desarrollo acaba generando situaciones perversas que entran en contradicción. Cuando se vuelve sentido común que no es de recibo discriminar a alguien por su raza o género no implica que inmediatamente tales situaciones desaparezcan. Más bien al contrario, son el indicador de que comienzan a ser solventadas. Esto genera una separación en cómo son vividos en los ámbitos público y privado. La vida pública cierra filas y censura activamente a cualquiera que ose cuestionar el nuevo sentido común. La vida privada, sin embargo, discurre por el contradictorio camino de lo cotidiano, mostrándonos que las cosas no son como se dicen que son. Ya sea por comodidad, privilegios o por no comulgar con el nuevo credo, muchas personas son capaces de vivir en la esquizofrenia del “yo no soy racista pero”. Se ha impuesto la corrección política.
La moral pública se desfasa así de la privada en un proceso de transición marcado por la tensión entre el deber ser y el ser. La moral pública defiende que no deba continuar la discriminación, la moral privada desarrolla chistes sobre el tema como válvula de escape ante la presión que el deber ser impone sobre lo cotidiano. Y así un concejal no puede repetir en público un chiste con el que sí se podría reír entre amigos en un bar. Uno de los problemas actuales sobre esta situación es que las redes sociales difuminan los márgenes entre lo público y lo privado, haciendo que el contexto de discusión importe menos que el hecho en sí, pero eso es materia de otra discusión –y de una tesis doctoral, en mi caso–.
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Cuando Donald Trump dijo que podía disparar a alguien en medio de la calle y que aún así no perdería votantes no se refería a que realmente pudiera hacer eso. Estaba aludiendo a que sus votantes no le miden según los términos que dicta la corrección política, él no se pliega a la moral pública del deber ser, su reino no es de ese mundo público, él es la voz de esa moral que desde lo privado reniega del sentido común establecido. Su lucha contra el establishment pasa por atacar también a su moral, a la corrección política, porque ser portador de una América nueva pasa, necesariamente, por ser el defensor de los valores que han quedado fuera del campo político. No es lucha de clases, tampoco son los de abajo contra los de arriba, es una confrontación entre los que están dentro del circuito público y aquellos que se han visto relegados a los márgenes de la vida pública, los que resisten desde lo privado.
Apoyando a Trump no sólo están los paletos blancos sin dientes que no comprenden por qué no pueden tratar a las mujeres como objetos, también están aquellos que, como Coleman, reniegan de una moral pública que ha alcanzado su mayor cuota de cinismo y que está representada, al milímetro, por Hillary Clinton. El triunfo de Trump es la victoria de la moral privada que se rebela ante la opresión de lo políticamente correcto, ante la tiranía que, en palabras de John Stuart Mill, “penetra mucho más a fondo en los detalles de la vida [que una dictadura], llegando hasta a encadenar el alma”.
Texto publicado originalmente en DisparaMag